Antes de que mi hermana naciera vivíamos en una de esas casas bellavistinas enormes cerca de la Universidad de Panamá. Tuvimos canarios y un pez que según me dijeron, murieron picados por lagartijas, y una tortuga que misteriosamente desapareció.
Lo más cerca que estuve de tener un perro fue cuando mamá aceptó alojar a un chihuahua… mi mamá dice que fue de un día para otro; a mí me parece que fue más. La cosa es que yo no estaba acostumbrada a tratar con perros ni mucho menos había interactuado con este en particular. Mi mamá no es animalera para nada, así que el pobre perrito pasaba encerrado en un cuarto extra que teníamos, y por supuesto, iba a ladrar y yo estaba aterrada.
Por el otro lado, mi abuela tenía tres gatos. Eran bellos, bien educados y veíamos La Ventana de Allegra juntos los viernes. Me parecían las criaturas más maravillosas del mundo, y al ser muchísimo menos excitables que los perros, me sentía más tranquila con ellos.
Aun con todo eso, mi hermana y yo rogábamos que nos dejaran tener un perro. En ese entonces vivíamos en apartamento y mamá nos decía que lo tendríamos cuando tuviéramos patio. Sin embargo, cuando finalmente nos mudamos, la respuesta cambió. Si una de nosotras resucitaba el tema del perro, mi madre señalaba a la otra y decía “ladra”. Eso siguió por más de una década hasta que finalmente mamá se quitó la máscara: ella simplemente no quería un animal en su casa.
Hoy, siendo ama y señora de mi propio dominio, podía aventurarme en tener una mascota para Daniel y para mí. Consideré la idea de un par de tortugas para empezar, pero Daniel insistía con que quería un gatito y llamarlo Nahal, así que esta era una oportunidad para adoptar.
Un domingo fuimos a una feria de adopciones y nos instalamos frente a los gatos. Había gatos maduros, gatitos y un microgato que cabía en mi mano, pero que aun no estaba listo para adopción.
Luego de cargar michos por largo rato, nos decidimos por Kate, una gatita rayada de tres meses que ya estaba esterilizada y desparasitada. Firmamos el formulario de adopción no sin antes hacerle su cocowash a Daniel sobre el compromiso que estábamos adquiriendo.
Ahora, esta no fue una idea que tomé a la ligera, sino luego de mucha preguntadera a amigos rescatistas y súbditos de gatos. ¿Qué comen? ¿Cómo se portan? ¿Confías en dejarlo solo? ¿Qué necesitan en casa? ¿Cuánto es el costo mensual?…
Todo apuntaba a que los gatos eran animales inteligentes, limpios, muy independientes, y adaptables al entorno que podíamos brindarle. Además, el costo cotidiano era marginal a los ya existentes.
Ya que teníamos a la gata, tocaba equiparnos. Por ahí mismo fuimos comprando camita, dispensador para agua y comida, alimento en bolitas, caja de arena, arena, kennel, arnés y un par de juguetes. Consideré comprar una mantita, pero me acordé que tenía unas camisetas viejas que podía usar y unas cajas de la mudanza para que rascara, lo cual me evitó unos $40. Entre todo, me gasté unos $90, que pudieron haber sido más sino fuera por el descuento que teníamos por haber adoptado en ese evento.
Un par de días después gasté como $20 más en un platito adicional, collar, plaquita, alimento húmedo y un cascabel respetable para escucharla (que luego me recomendaron quitarle porque el tintineo is very bad para los oídos de los gatos).
El gasto inicial no lo considero exageradamente alto, siempre y cuando uno no se emocione comprando pendejadas y te enfoques en lo básico. El resto es comidita ($15 aprox. por una bolsa de 25 lbs.), su arenita y el vet, para el cual estoy abierta a recomendaciones.
Por ahora, la duquesa (porque se quedó como Kate) no ha hecho destrampes en la casa. Yo le limpio la cajita de arena en la mañana y en la noche, me aseguro que coma y ella me mordisquea la mano y me acaricia con su cabecita. Mientras tanto, Daniel va agarrando confianza y le baja las revoluciones para poder jugar con su hermanita gatuna.